Érase una vez un tablero con dos lados, uno con fichas negras [1] y otro con cada vez menos blancas [2]. Dentro de las fichas blancas, unas (las menos) [3] se podían mover en todas las direcciones y no había línea o recuadro que les pusiera freno; justo por debajo de ellas se posicionaban una especie de alfiles, caballos de Troya y demás personajes con aparente capacidad de movimiento,[4] y ya en el último escalón se situaban una suerte de peones, de movimientos muy limitados y siempre supervisados, que, además, eran mayoría abrumadora [5]. Por encima de todos ellos existía una Mano [6] casi invisible, capaz de estar en todos lados y en ninguno.
En frente, separadas de ellas por un Estrecho margen, había unas fichas negras muy bien dotadas. Eran peones casi en su totalidad, con algún que otro rey [7] —por supuesto negro— de constreñido movimiento, por lo general adicto a la morcilla [8] y siempre colocado por aquella Mano blanca omnipotente. El tablero de estos peones negros era rico en materias primas, codiciadas no sólo por los jerarcas que gobernaban a los peones blancos sino también por la Mano; los peones blancos las transformaban en productos perecederos que ellos mismos consumían, cambiando su tiempo por dinero para poder adquirirlas [9].
Cuando los productos perecían, los jerarcas blancos —con el laissez faire de la Mano— enviaban los residuos al tablero del que procedían, es decir, al negro. Entretanto llegaron unas legítimas fichas de tronco blanco y cabeza roja [10] que se hicieron más o menos fuertes ocupando algunas posiciones (casillas) del tablero. Los peones blancos se sintieron algo más seguros y empezaron a utilizar sus posiciones para reclamar más dinero por menos tiempo. Fue entonces cuando la Mano invisible comprendió que la «serenidad» de su tablero peligraba y decidió mandar al caballo para regalar a los primeros un «sombrero degenerativo» que tapase el rojo sangre por un multicolor arcoíris; del mismo modo, entendió que las fichas negras podían pasar de estorbo a valor positivo con un progresivo proceso migratorio de una parte del tablero a la otra, pero advirtió que los peones blancos podrían caer en la cuenta de su plan: adueñarse de ambas mitades, usando como esclavos a los peones negros y como consumidores a los blancos. Así que la Mano introdujo a un nuevo actor, con forma de plasma [11] en mosaico, con diferentes perfiles de recuadro pero igual fondo, que se situaría justo en el centro del tablero y solo podría ser encendido y apagado por ella.
Poco a poco, mientras el sombrero acababa con el rojo y los peones negros se veían forzados a abandonar su tablero, los blancos se iban haciendo adictos al plasma, llegando a sacralizar lo que por él emanaba. Conscientes de ello, y temerosas de perder su sitio en el tablero, las fichas de tronco blanco y cabeza ya multicolor se pusieron también al servicio de la Mano. Cada uno con su forma de alfil, caballo y peón, pero todos con el mismo falso y homogéneo fondo, lanzaron mensajes de falsa humanidad [12] a los peones blancos. Mientras tanto, la Mano abrió, encubiertamente, un carril a los pobres y desposeídos negros, que, expoliados de recursos y hartamente cargados de residuos, podrían llegar por ella hasta el plasma del Estrecho [13]; una vez allí, los blancos, totalmente drogados, supeditados a los narcóticos de la todopoderosa y con ese falso humanitarismo autojustificativo como discurso, ofrecían sus calles a estos pobres peones negros, que habían perdido primero su tablero y después su vida.
La Mano y sus jerarcas no descansarían hasta acabar con todas las casillas [14] y posiciones que se les resistían. El globalismo había triunfado y los peones, todos, habían fracasado.
¿Todos fracasaron? No todos. Algunos siguen resistiendo.
Un peón blanco que no es ni más ni menos que cualquier negro